Todo
está preparado en el Coliseum para la fiesta. Los gladiadores se adiestran aquella
tarde, la ultima antes de la celebración, con espadas de madera y sin la furia
de la que sin duda harán gala al día siguiente. El pueblo espera ansioso la batalla y no ve el momento de empezar a
aclamar a sus héroes: “!Cristianus, Cristianus!”. El dueño de la escuela de
guerreros y de media Roma, Florentinus, contaba con la creme de la creme en lo que a valientes luchadores se refiere, y temía
que su prestigio quedara en entredicho si no cumplían éstos sus sagradas obligaciones
para con el honor y la victoria. No era
cuestión de sestercios, sino de bemoles. Aquella Roma oprimida por tributos y
sinrazones, olvidaría unas horas la asfixiante opresión del Estado, enardecida
por las ansias de sangre y arena. La de los cobardes, y quizás también la de
los valientes, que por dentro están hechos de lo mismo, y solo la fortuna marca
a veces el destino de unos y otros. Las gradas del gran circo romano estarían a
rebosar. El pueblo llano disfrutaría por una vez de idénticos placeres que las
autoridades del palco, claro que no tendría la posibilidad de elegir quien viviría
y quien moriría con un solo gesto perezoso hecho con la mano. Eso solo lo
deciden los dioses y los ricos. La tarde del gran evento los músculos del gran
Cristianus, relucirían bañados en aceite para el regocijo de su público, pero
su mirada, como la de ellos, no será ajena a la presencia entre los enemigos de
aquel a quien llaman Mesías, el Salvador. Todos saben que una buena tarde suya podría
dar al traste con sus aspiraciones de gloria. La responsabilidad de dar la cara
en el monumental hemiciclo empezaba a palparse en el ambiente. Hay que estar
concentrados en la lucha, en los puntos débiles del rival. Deben mantener firme la espada y hacer uso de ella
tan solo en el momento oportuno, cuando el enemigo se descuide. Entones, al
asestar el golpe definitivo, y ver al contrincante tendido de bruces sobre el
polvo, será el momento de alzar los brazos al cielo liberando todas las
tensiones acumuladas, provocando la estruendosa reacción de un publico
enardecido y feliz que ni por un instante recuerda ya los malos tiempos que
corren, ni se imaginan que están a un solo paso del comienzo del fin, de la
caída del Imperio.
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