El
creador de Facebook tiene 23 años y vive en un pequeño apartamento en Palo Alto
(California). Duerme en un colchón que tiene en el suelo. O eso asegura. Lo que
no sé es si guarda en él su fortuna estimada en más de 1000 millones de
dólares. Lo lanzó –Facebook, no el colchón- en 2004 mientras estudiaba Informática
en Harvard con la idea de crear una pequeña red social dentro de la propia
universidad. Al mes, dos tercios de sus estudiantes se habían registrado. Poco
después la red había crecido hasta los casi 500 millones de usuarios en todo el
mundo. Millonario por casualidad o no tanto si nos preguntamos por las causas
de tan rotundo éxito. Su esencia no es otra que ofrecernos la posibilidad de
explotar una de las peculiaridades más evidentes e incuestionables del ser
humano: la curiosidad. Podemos saber dónde va el vecino de vacaciones, que le
inquieta a que dedica el tiempo libre y en qué lugar se enamoró de ella y
cuándo y por culpa de quien se desenamoró. Podemos tener un millón de amigos y
así más fuerte poder cantar. Podemos cuidar de una granja y convertirla en
Falcon Crest. En esos campos virtuales podemos robarles
tomates a los amigos despistados y luego venderlos. Eso sí, la pasta es para
Mark Zuckerberg, que asi se llama el creador del monstruo cibernético. Nuestra
lista de amigos puede crecer hasta el infinito y más allá por aquello de que
las amigas de mis amigos son mis amigas. Podemos sentirnos bien al ver las
fotos de los compañeros del cole pensando que están mayores porque nosotros no
hemos envejecido, no, solo nos hemos adaptado al tiempo. Las posibilidades del
“caralibro” son infinitas. Casi tanto como lo es la vulgarización de nuestra
especie. Internet ha terminado por convertirse en la mejor forma de explotar el
lado oscuro del hombre. Ya nadie busca información sobre un cuadro o una
catedral, o si lo hace es después de comprobar que está haciendo cada uno de
sus agregados de su red social. En fin, es nuestra naturaleza y peor aún que
criticarla seria no aceptarla. Ser como se es no significa que nos guste serlo,
solo significa que aún no estamos del todo preparados para vestirnos de
naranja, raparnos la cabeza y vivir en un pequeño templo a 4000 metros de
altitud en las laderas del Himalaya.
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