martes, 4 de junio de 2013


                                                Una de romanos


Todo está preparado en el Coliseum para la fiesta. Los gladiadores se adiestran aquella tarde, la ultima antes de la celebración, con espadas de madera y sin la furia de la que sin duda harán gala al día siguiente. El pueblo espera ansioso  la batalla y no ve el momento de empezar a aclamar a sus héroes: “!Cristianus, Cristianus!”. El dueño de la escuela de guerreros y de media Roma, Florentinus, contaba con la creme de la creme en lo que a valientes luchadores se refiere, y temía que su prestigio quedara en entredicho si no cumplían éstos sus sagradas obligaciones para  con el honor y la victoria. No era cuestión de sestercios, sino de bemoles. Aquella Roma oprimida por tributos y sinrazones, olvidaría unas horas la asfixiante opresión del Estado, enardecida por las ansias de sangre y arena. La de los cobardes, y quizás también la de los valientes, que por dentro están hechos de lo mismo, y solo la fortuna marca a veces el destino de unos y otros. Las gradas del gran circo romano estarían a rebosar. El pueblo llano disfrutaría por una vez de idénticos placeres que las autoridades del palco, claro que no tendría la posibilidad de elegir quien viviría y quien moriría con un solo gesto perezoso hecho con la mano. Eso solo lo deciden los dioses y los ricos. La tarde del gran evento los músculos del gran Cristianus, relucirían bañados en aceite para el regocijo de su público, pero su mirada, como la de ellos, no será ajena a la presencia entre los enemigos de aquel a quien llaman Mesías, el Salvador. Todos saben que una buena tarde suya podría dar al traste con sus aspiraciones de gloria. La responsabilidad de dar la cara en el monumental hemiciclo empezaba a palparse en el ambiente. Hay que estar concentrados en la lucha, en los puntos débiles del rival. Deben  mantener firme la espada y hacer uso de ella tan solo en el momento oportuno, cuando el enemigo se descuide. Entones, al asestar el golpe definitivo, y ver al contrincante tendido de bruces sobre el polvo, será el momento de alzar los brazos al cielo liberando todas las tensiones acumuladas, provocando la estruendosa reacción de un publico enardecido y feliz que ni por un instante recuerda ya los malos tiempos que corren, ni se imaginan que están a un solo paso del comienzo del fin, de la caída del Imperio.  

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